sábado, 14 de abril de 2012

Terrible Conflagración en la Casa


Ray Bradbury

Los hombres habían estado escondidos junto al pabellón del portero durante algo así como una hora, pasándose una excelente botella, y después que hubieron arrastrado al portero a la cama, anduvieron ocultándose por el sendero a las seis de la tarde y miraron la casona con las cálidas luces encendidas en todas las ventanas.
–Esta es la casa –dijo Riordan.
–Diablos, ¿Qué quieres decir con eso de que ésta es la casa? –gritó Casey, y luego añadió suavemente–:  
La hemos visto toda la vida.
–Claro –dijo Kelly—, pero con los problemas que hemos tenido, de pronto un lugar parece diferente. Es como un juguete, ahí puesto en la nieve. Y es lo que les pareció a los catorce hombres: una gran casa de muñecas al aire libre, bajo las plumas que caían suavemente en una noche de primavera.
– ¿Trajiste las cerillas? –preguntó Kelly.
–Si traje las… ¿pero qué crees que soy?
–Bueno, ¿las trajiste? Es todo lo que pregunto. Casey buscó en los bolsillos, los volvió hacia afuera, largó una palabrota y dijo:
–No.
–Ah, demonios –dijo Nolan–. Allá tendrán cerillas. Las pediremos. Vamos. En el camino, Timulty tropezó y se cayó.
–Por el amor de Dios, Timulty –dijo Nolan—, ¿Dónde está tu sentido de la aventura? En medio de una gran Rebelión queremos hacerlo todo así. Hace años que queremos ir a una taberna y hablar de la Terrible Conflagración en la Casa, ¿no es cierto? Si todo queda estropeado por la visión de tu trasero aterrizando en la nieve, no tendremos el cuadro adecuado de la Rebelión en que ahora andamos, ¿no es cierto? 
Timulty, levantándose, enfocó el cuadro y asintió.
–Cuidare mis modales.
– ¡Silencio! ¡Hemos llegado! –grito Riordan.
–Cristo, basta de decir cosas como "esta es la casa" y "hemos llegado" –dijo Casey—. Estamos viendo la condenada casa. ¿Qué haremos ahora?
– ¿Destruirla? –sugirió Murphy vacilando.
–Uf, eres tan estúpido que das asco –dijo Casey—. Claro que la destruiremos, pero primero…planos y planes. 
–Parecía bastante sencillo allá en la Taberna de Rickey –dijo Murphy—. Vendríamos simplemente a demoler la casa de porquería. Teniendo en cuenta cómo soporto a mi mujer, tengo que demoler algo.
– Me parece –dijo Timulty bebiendo de la botella— que vamos a llamar a la puerta y a pedir permiso.
– ¡Permiso! –dijo Murphy—. ¡Sería espantoso que mandaras en el infierno! ¡Las almas de los condenados no acabarían de freírse! Nosotros…
Pero las hojas de la puerta de entrada se abrieron de pronto de par en par, interrumpiéndolo. Un hombre escudriño en la oscuridad.
–Yo digo —dijo una voz suave y razonable—, ¿no les molestaría bajar la voz? La señora de la casa está durmiendo, pues mañana tenemos que ir a Dublín y…
Los hombres, descubiertos al resplandor del fuego que asomaba por la puerta, pestañaron y retrocedieron, quitándose las gorras.
– ¿Es usted, Lord Kilgotten? –El mismo –dijo el hombre en la puerta.
–Bajaremos la voz –dijo Timulty sonriendo, todo amabilidad. 
–Discúlpenos, Su Señoría –dijo Casey.
–Son ustedes muy amables –dijo Su Señoría. Y la puerta se cerró suavemente.
Todos los hombres boquearon.
–"Discúlpenos, Su Señoría." "Bajaremos la voz, Su Señoría." –Casey se golpeó la cabeza.
– ¿Qué dijimos? ¿Por qué ninguno sujetó la puerta mientras estaba ahí?
–Nos quedamos confundidos, fue por eso; nos tomó de sorpresa, como todas esas malditas altezas y señorías. Quiero decir que no estábamos haciendo nada, ¿verdad? 
–Hablábamos un poco fuerte –admitió Timulty. 
–Que fuerte ni qué diablos –dijo Casey—. ¡Ese condenado Lord viene y lo dejamos escapar!
–Shh, no tan fuerte –dijo Timulty. Casey bajó la voz. 
–Vamos, ahora forzamos la puerta y… 
–A mí me parece innecesario –dijo Nolan—. El sabe ahora que estamos aquí.
–Forcemos la puerta –repitió Casey, rechinando los dientes –y echémosla abajo…
La puerta se abrió de nuevo. El Lord, una sombra, se asomó a escudriñarlos y la vieja voz suave, paciente, frágil, preguntó:
–Yo digo, ¿Qué están haciendo ahí? 
–Bueno, es el camino, Su Señoría –empezó a decir Casey, y se detuvo, palideciendo.
–Venimos –estallo Murphy— ¡venimos…a quemar la Casa!
Su Señoría se quedó un momento mirando a los hombres, contemplando la nieve, con la mano en el
picaporte. Cerró los ojos un instante, pensó, venció un tic en los dos párpados después de una lucha silenciosa y dijo: 
–Hum, en ese caso es mejor que entren. 
Los hombres dijeron que era formidable, magnífico, grandioso y arrancaron, cuando Casey gritó:
– ¡Esperen!
Después, al viejo en el vano de la puerta:
–Entraremos cuando nos parezca bueno y oportuno.
–Muy bien –dijo el viejo—. Dejaré la puerta abierta, y cuando estén preparados, entren. Me encontrarán en la biblioteca.
Dejando la puerta abierta unos cinco centímetros, el viejo echó a andar cuando Timulty exclamó:
– ¿Cuándo estemos preparados? Jesucristo, por Dios, ¿Cuándo estaremos más preparados que ahora? ¡Vía libre, Casey!
Y todos corrieron a la galería. Al oír esto, Su Señoría se volvió para mirarlos con una cara blanda y sin enemistad, la cara de un viejo sabueso que ha visto matar muchos zorros y escapar a otros tantos, que ha corrido bien, y ahora, en los últimos años, va moderando el paso, arrastrando suavemente los pies.
–Límpiense los zapatos, por favor, señores. Todos se quitaron cuidadosamente el barro y la nieve de los zapatos.
–Están limpios.
–Por aquí –dijo Su Señoría tomando la delantera, con los ojos claros, pálidos, metidos entre líneas, bolsas y arrugas de muchos años de beber brandy, las mejillas brillantes como jerez—. Les serviré a todos un trago y veremos qué se puede hacer con… ¿como dicen ustedes?...con eso de quemar la Casa.
–Habla usted como un libro abierto –admitió Timulty, siguiendo a Lord Kilgotten que los llevaba a la biblioteca. Allí el Lord les sirvió una vuelta de whisky.
–Señores –dijo, hundiendo los huesos en un sillón con orejeras—. Beban.
–No aceptamos –dijo Casey.
– ¡No aceptamos! –boquearon todos, con las bebidas en la mano.
–Estamos haciendo algo sobrio y tenemos que estar sobrios –dijo Casey titubeando ante las miradas de los otros.
– ¿A quien escuchamos? –Pregunto Riordan—. ¿A Su Señoría o a Casey? 
En respuesta todos los hombres pegaron un bajón a sus bebidas y empezaron a toser y a resoplar. El coraje asomó inmediatamente como un color rojo en las caras, que cambiaron, y Casey pudo ver la diferencia. Bebió para ponerse a la par. Entretanto, el viejo saboreaba el whisky y algo en su manera tranquila y suelta de beber los llevó lejos, a la bahía de Dublín, y los hundió de nuevo. Hasta que Casey dijo:
–Se Señoría, ¿ha oído usted hablar de los Líos? Quiero decir, no la guerra del Kaiser que se está haciendo del otro lado del mar, sino nuestros propios y grandes Líos y la Rebelión que ha llegado tan lejos, a nuestro pueblo, a la taberna y ahora a su Casa.
–Una cantidad alarmante de pruebas me convence de que son estos tiempos difíciles –dijo Su Señoría—. Supongo que lo que ha de ser ha de ser. Yo los conozco a todos ustedes. Han trabajado para mí. Pienso que les he pagado bien en su momento.
–No cabe ninguna duda, Su Señoría –Casey dio un paso adelante. —Solo que el viejo orden cambia y hemos oído hablar de las grandes casas allá, cerca de Tara y de las grandes fincas, mas allá de Killashandra, que arden para celebrar la libertad y…
– ¿La libertad de quién? –pregunto el viejo suavemente—. ¿La mía? ¿De la carga de ocuparme de esta casa en la que mi mujer y yo nos zangoloteamos como una par de dados en un cubilete?... Bueno, vamos. ¿Cuándo les gustaría quemar la casa? 
–Si no es demasiada molestia, señor –dijo Timulty—, ahora.
El viejo pareció hundirse aún más en su sillón.
–Ay, Dios –dijo.
–Desde luego –dijo Nolan rápidamente—, si hay algún inconveniente, podemos volver mas tarde… 
– ¡Mas tarde! ¿Qué clase de charla es ésta? –preguntó Casey. 
–Lo siento muchísimo –dijo el viejo—. Permítanme que les explique, por favor. Lady Kilgotten está durmiendo, tenemos huéspedes que vienen para llevarnos a Dublín al estreno de una obra de Synge… 
–Un escritor formidable –dijo Riordan.
–Yo vi una de sus obras hace un año –dijo Nolan—, y… 
– ¡Atrás! –dijo Casey. Los hombres retrocedieron. Su Señoría prosiguió con su quebradiza voz de polilla.   –Tenemos planeada una cena a medianoche, para diez personas, al volver. ¿No podrían dejarnos hasta mañana por la noche para prepararnos?
–No –dijo Casey.
–Espera –dijeron todos los demás.
–Un incendio –dijo Timulty— es una cosa, las entradas las otras. Quiero decir: hay lo del teatro, es un despilfarro horrible no ver la obra, y toda esa comida preparada bien podría aprovecharse. Y todos los invitados que vienen. Seria difícil avisarles.
–Es exactamente lo que yo pensaba –dijo Su Señoría.
– ¡Si, ya se! –gritó Casey, cerrando los ojos, pasándose las manos por las mejillas, la mandíbula y la boca, apretando los puños y dando vueltas, frustrado—. ¡Pero uno no posterga los incendios, no los va dejando como las reuniones para tomar el té, carajo! 
–Sí, cuando uno se acuerda de traer las cerillas –dijo Riordan en voz baja.
Casey giró como un remolino y lo miró como si fuera a pegarle, pero el impacto de la verdad lo calmó.  
–Y encima de todo –dijo Nolán— la patrona es una buena señora que necesita una última noche de diversión y descanso.
Su Señoría volvió a llenar el vaso del hombre.
–Es usted muy amable.
–Votemos –dijo Nolán.
–Al demonio. –Casey miró a su alrededor, ceñudo. –Ya veo cuál será el resultado de la votación. Mañana por la noche lo haremos, qué tanto.
–Dios los bendiga –dijo el viejo Lord Kilgotten—. Habrá restos en la cocina, podrían ir a ver primero, probablemente tendrán hambre porque será un trabajo pesado. ¿Digamos mañana a las ocho de la noche? A esa hora ya habré puesto a salvo a Lady Kilgotten en un hotel de Dublín. No quisiera que ella lo supiese hasta después, cuando la casa ya no exista.
–Dios, usted es un cristiano –murmuro Riordan.
–Bueno, no sigamos rumiando esas cosas –dijo el viejo—. Ya lo considero pasado y nunca pienso en el pasado. Señores.
Se puso de pie. Y como un santo pastor viejo y ciego, erró hacia el vestíbulo con el rebaño de ovejas que se extraviaban y andaban despacio y tropezaban levemente entre sí. En mitad del vestíbulo, casi junto a la puerta, Lord Kilgotten vio algo con el rabillo de un ojo legañoso y se detuvo. Se volvió y se puso a cavilar delante del gran retrato de un noble italiano. Cuanto más miraba mas se le llenaban de tics los ojos y en la boca se le movía una cosa sin nombre. Por ultimo Nolán dijo:
–Su Señoría, ¿Qué pasa?
–Estaba pensando –dijo el Lord por fin—, que ustedes aman a Irlanda, ¿no es cierto?
– ¡Por Dios, sí! –dijeron todos—. ¿Hacia falta preguntarlo?
–Lo mismo que yo –dijo el anciano suavemente—. ¿Y ustedes aman todo lo que hay en Irlanda, en la tierra, en su patrimonio?
– ¡También eso –dijeron todos— va sin decirlo!
–Por eso me preocupan –dijo el Lord— cosas como ésta. Este retrato de Van Dyck. Es muy antiguo y muy hermoso y muy importante y muy caro. ¡Es, señores, un Tesoro Artístico de la Nación!
– ¡Eso es lo que es! –dijeron todos, mas o menos, y se juntaron alrededor para verlo.
–Ah, Dios, es una obra hermosa –dijo Timulty.
–Parece de carne y hueso –dijo Nolan. –Observen –dijo Riordan— la manera en que esos ojitos parecen seguirnos. –Inquietante –dijeron todos.
Y estaban a punto de seguir, cuando Su Señoría dijo:
– ¿Se dan ustedes cuenta de que este Teatro, que en realidad no me pertenece a mí, ni tampoco a ustedes, sino a todo el pueblo como precioso patrimonio, este cuadro se habrá perdido para siempre mañana a la noche?
Todo el mundo abrió la boca. No se habían dado cuenta.
– ¡Dios nos proteja –dijo Timulty—, no podemos permitirlo!
–Lo sacaremos de la casa primero –dijo Riordan.
– ¡Esperen! –grito Casey.
–Gracias –dijo Su Señoría—, ¿pero dónde lo pondrán? Afuera, a la intemperie, el viento lo hará trizas en seguida, la lluvia lo empapará, lo perforará el granizo; no, no, quizá sea mejor que arda rápidamente…  
– ¡Nada de eso! –dijo Timulty—. Me lo llevo a mi propia casa.
–Y cuando la gran lucha haya terminado –dijo Su Señoría— ¿entregaran en las manos del nuevo gobierno este precioso don de Arte y Belleza del pasado?
–Bueno…con cada una de esas cosas, así lo haremos— dijo Timulty.
Pero Casey estaba mirando la inmensa tela y dijo:
– ¿Cuánto pesa el monstruo?
–Yo diría –dijo el anciano, débilmente— que entre cuarenta y cincuenta kilos, con ese marco.
–Entonces, ¿cómo diablos lo llevamos a casa de Timulty? –pregunto Casey.
–Brannahan y yo llevaremos el maldito tesoro –dijo Timulty—, y si hace falta, Nolán, tú nos darás una mano. –La posteridad se los agradecerá –dijo Su Señoría.
Siguieron avanzando por el vestíbulo y Su Señoría volvió a detenerse delante de otros dos cuadros.
–Estos son dos desnudos…
– ¡Así es! –dijeron todos.
–De Renoir –terminó el anciano.
– ¿Fue ese tipo, el francés, el que los hizo? –preguntó Rooney—. Si me perdona la expresión.
Parecía absolutamente francés, dijeron todos. Y numerosas costillas recibieron numerosos codazos.
–Valen varios miles de libras –dijo el anciano.
–No seré yo quien lo discuta –dijo Nolan apuntando con un dedo que Casey le bajó de un manotazo.         –Yo…–dijo Blinky Watts, cuyos ojos de pescado estaban continuamente anegados en lágrimas detrás de los gruesos anteojos—, yo me presentaría como un voluntario para llevarme a casa las dos señoras francesas. Creo que me podría meter los dos Tesoros Artísticos uno debajo de cada brazo y colgarlos en la casita.
–Aceptado –dijo el Lord con gratitud.
Siguiendo por el vestíbulo llegaron a otro, un paisaje más vasto, con toda clase de monstruos y hombres bestiales que retozaban entre frutas maduras y estrujaban mujeres con pechos como melones. Todo el mundo empujo para leer la chapa de bronce que decía: el ocaso de los dioses.
– ¡De qué ocaso me están hablando –dijo Rooney—, si parece más bien el comienzo de una tarde formidable!
–Creo— dijo el suave anciano— que hay una ironía intencional tanto en el título como en el tema. Observen el cielo encendido, las horribles figuras ocultas en las nubes. Los dioses no se dan cuenta, en medio de la bacanal, en medio de la bacanal, de que la Perdición está por caer sobre ellos.
–Yo no veo –dijo Blinky Watts— ni a la Iglesia ni a ninguno de esos curas maricones entre las nubes.          –En aquellos días la Perdición era una cosa diferente— dijo Nolan—.
Todo el mundo lo sabe. –Tuohy y yo— dijo Flannery— nos llevaremos a esos dioses del demonio a mi casa. ¿De acuerdo, Tuohy?
– ¡De acuerdo!
Y así continuaron, a lo largo del vestíbulo. La banda se detenía aquí o allá como en una larga visita a un museo, y cada uno a su vez se ofrecía para escapar a su casa bajo la nevada y en la noche con un Degas o un esbozo de Rembrandt o un gran óleo de uno de los maestros holandeses, hasta que llegaron a un óleo bastante espantoso colgado en un nicho oscuro, que representaba a un hombre.
–Mi retrato –murmuró el anciano— pintado por Lady Kilgotten. Déjenlo ahí, por favor.
– ¿Quiere decir –boqueó Nolan— que quiere que desaparezca en la Conflagración?
–La pintura siguiente es…–dijo el anciano, avanzando.
Y por último la visita llegó a su fin.
–Desde luego –dijo Su Señoría— si realmente quieren salvarlos, hay una docena de exquisitos vasos Ming en la casa…
–Toda una colección –dijo Nolan.
–Una alfombra persa en el rellano…
–La enrollaremos y entregaremos al Museo de Dublín.
–Y aquel exquisito candelabro en el comedor principal.
–Habrá que esconderlo hasta que los líos terminen –suspiró Casey, cansado ya.
–Bueno, entonces –dijo el anciano estrechando al mano de cada uno al pasar—, quizá podrían empezar ahora, ¿no les parece? Creo que van a tener un trabajo bastante grande para proteger los Tesoros Nacionales. Voy a echar una siestita de cinco minutos antes de vestirme.
Y el anciano subió lentamente las escaleras. Los hombres se quedaron pasmados y solos, agrupados en el vestíbulo inferior, y lo vieron desaparecer.
–Casey –dijo Blinky Wattas—, ¿no te ha pasado por la cabeza la idea de que si te hubieses acordado de traer las cerillas no tendríamos ahora por delante una noche de trabajo tan larga?
– ¡Cristo! ¿Dónde están tus gustos estéticos? –exclamó Riordan.
– ¡Silencio! –dijo Casey—. Está bien, Flannery, tú toma un extremo de ese Ocaso de los dioses, y tú, Tuohy, toma el otro extremo donde la muchacha está recibiendo lo que le gusta. ¡Vamos! ¡Arriba!
Y locamente los dioses remontaron vuelo por los aires. A eso de las siete casi todos los cuadros estaban fuera de la casa y arrimados unos contra otros en el nieva, esperando a que los llevaran en varias direcciones hacia diversas cabañas.
A las siete y cuarto, Lord y Lady Kilgotten salieron y se fueron, y Casey agrupó a los hombres rápidamente frente a los cuadros amontonados para que la encantadora anciana no los viera. Los muchachos saludaron cuando el coche tomó por el sendero. Lady Kilgotten respondió agitando una mano frágil.
Desde las siete y media hasta las diez las otras pinturas fueron saliendo de a una y de a dos. Cuando todos los cuadros estuvieron fuera salvo uno, Kelly se quedó frente al nicho oscuro preocupado por el retrato del anciano Lord que Lady Kilgotten había pintado los domingos. Se estremeció, optó por un humanitarismo supremo y puso a salvo el retrato en la noche.
A medianoche, Lord y Lady Kilgotten, de vuelta con sus invitados, encontraron sólo grandes huellas de pies arrastrados en la nieve, allí donde Flannery y Tuohy habían abierto un camino con la querida bacanal; donde Casey, gruñendo, había encabezado un desfile de Van Dicks, Rembrandt, Boucher y Piranesi; y donde, al final de todo, Blinky Watts, loco de alegría, había trotado dichoso internándose en el bosque con los desnudos de Renoir.
La cena terminó a eso de las dos. Lady Kilgotten se fue a la cama satisfecha de que todos los cuadros, en masa, hubiesen sido retirados para limpiarlos. A las tres de la mañana Lord Kilgotten estaba en la biblioteca, insomne, solo entre las paredes vacías, delante de un hogar sin fuego, una bufanda en torno al cuello delgado y un vaso de coñac en la mano que temblaba débilmente.
A eso de las tres y cuarto el entarimado crujió furtivamente, pasaron unas sombras, y al cabo de un rato, la gorra en la mano, estaba Casey a la puerta de la biblioteca.
– ¡Chist! –llamó despacito. El Lord, que había estado dormitando, parpadeó y abrió los ojos.
–Oh, santo cielo –dijo—, ¿ya es hora de que salgamos?
–Mañana a la noche –dijo Casey—. Y de todas maneras, no es usted el que se va, son ellos los que vuelven.
– ¿Ellos? ¿Sus amigos?
–No, los suyos. Casey hizo una seña.
El viejo se dejó llevar al vestíbulo y miró por la puerta de entrada el profundo pozo de la noche. Allí, como un entumecido ejército de infantería cansado, indeciso y desmoralizado, estaba la banda confusa pero familiar, las manos llenas de cuadros, cuadros apoyados contra las piernas, cuadros en las espaldas, cuadros apoyados en el suelo y sostenidos por manos temblorosas, pálidas de terror, en la nieve remolineante. Un terrible silencio reinaba entre los hombres. Parecían desamparados, como si un enemigo se hubiera ido a luchar en guerras mucho mejores, mientras otro enemigo, todavía sin nombre, se preparaba, oculto, sigiloso. Miraban por encima del hombro las colinas y el pueblo como si en cualquier momento el Caos mismo pudiera soltar allí sus perros. Solo ellos oían, en la noche insidiosa, el lejano ladrido de congoja y desesperación que operaba como un conjuro.
– ¿Eres tú, Riordan? –llamó Casey, nervioso.
– ¿Y Quién diablos quieres que sea? –exclamó una voz mas allá.
– ¿Qué es lo que quieren? –preguntó el viejo.
–No es tanto lo que nosotros queremos como lo que quizá usted quiera ahora de nosotros –dijo una voz.    –Comprenda –dijo otro, adelantándose hasta que todos pudieron ver a la luz que era Hannahan—, considerando todos los aspectos de la cuestión, Excelencia, hemos decidido que usted es un hombre tan magnífico, que nosotros…
– ¡No le incendiaremos la casa! –gritó Blinky Watts. 
– ¡Cállate y déjalo hablar! –dijeron varias voces.
Hannahan asintió: –Así es. No le incendiaremos la casa.
–Pero advierta –dijo el otro—, que estoy perfectamente preparado. Todo se puede sacar fácilmente.          –Usted lo toma todo demasiado a la ligera, si me permite decirlo, Excelencia –dijo Kelly—. Lo que es fácil para usted no es fácil para nosotros.
–Ya veo –dijo el anciano, que no veía absolutamente nada.
–Al parecer –dijo Tuohy— todos nosotros, en las últimas horas, hemos tenido problemas. Que tienen que ver con la casa y el transporte y el acarreo, si pesca lo que quiero decir. ¿Quién explicará primero? ¿Kelly? ¿No? ¿Casey? ¿Riordan?
Nadie hablaba.
Por último, con un suspiro, Flannery avanzó un poco.
–Fue así…–dijo
– ¿Sí? –dijo el anciano suavemente.
–Bueno –dijo Flannery—, Tuohy y yo anduvimos por el bosque, como unos estúpidos, y habíamos cruzado dos tercios del pantano con el gran cuadro del Ocaso de los dioses, cuando empezamos a hundirnos.
– ¿Les fallaron las fuerzas? –preguntó el Lord amablemente.
–Nos hundíamos, Excelencia, nos hundíamos lisa y llanamente en el cieno –explicó Tuohy.
–Dios mío –dijo el Lord.
–Ha hablado bien, Su Señoría –dijo Tuohy—. Los dos juntos, Flannery y yo y los malditos dioses debíamos de pesar unos trescientos kilos, y ese pantano es más que blando, y cuanto más avanzábamos más nos hundíamos, y un grito se me estranguló en la garganta, porque yo pensaba en aquellas escenas del viejo cuento en el que el Mastín de los Baskerville o algún villano por el estilo persiga a la heroína por la ciénaga y allí se hunda ella, en un pozo aguanoso, deseando haberse mantenido a dieta, pero es demasiado tarde y las burbujas suben hasta estallar en la superficie. Todo eso se me amontonaba en la cabeza, Excelencia.
– ¿Y entonces? –dijo el Lord, comprendiendo que eso era lo que se esperaba.
–Y entonces –dijo Flannery— salimos de allí y dejamos a los malditos dioses en su crepúsculo.
– ¿En medio del pantano? –preguntó el anciano, un poco inquieto.
–Ah, los tapamos, quiero decir, cubrimos la escena con las bufandas. Los dioses no morirán dos veces, Excelencia. ¿Oyeron eso, muchachos? Los dioses…
–Ah, cállate –gritó Kelly—. ¿Por qué no trajeron el maldito retrato desde el pantano?
–Pensamos que podíamos encontrar a otros dos muchachos que nos ayudaran…
– ¡Otros dos! –exclamó Nolan—. Serían cuatro hombres, más un montón de dioses, que se hundirían dos veces antes, y las burbujas subiendo, especie de idiotas.
– ¡Ah! –dijo Tuohy—, nunca lo pensé.
–Ya está pensado –dijo el anciano— y quizá varios de ustedes, juntos en un equipo, puedan rescatar…      –Claro, Excelencia –dijo Casey—. Bob, tú y Tim vayan como flechas a salvar a las deidades paganas.        – ¿No se lo dirás al Padre Leary?
–Al diablo con el Padre Leary. ¡Vayan!
Y Tim y Bob salieron pitando. Su Señoría se volvió entonces hacia Nolan y Kelly.
–Veo que también ustedes han traído de vuelta ese cuadro bastante grande.
–Por lo menos lo hicimos cuando estábamos a unos cien metros de la puerta, señor –dijo Kelly—. Supongo que usted se está preguntando por qué lo hemos traído de vuelta, ¿verdad, Excelencia?
–Una acumulación de coincidencias –dijo el anciano, volviendo a buscar el abrigo y poniéndose la gorra de tweed para poder permanecer a la intemperie y terminar lo que parecía ser una larga conversación—, sí, me lo he estado preguntando.
–Es mi espalada –dijo Kelly—. Se dio por vencida antes de haber avanzado quinientos metros por el camino principal. Hace cinco años que la espalda se me dobla para adentro y para afuera y paso las angustias de Cristo. Si estornudo caigo de rodillas, Excelencia.
–Yo he sufrido del mismísimo mal –dijo el anciano—. Es como si alguien le hubiera plantado a uno un clavo en el espinazo.
El anciano se tocó la espalda cuidadosamente, recordando, y todos suspiraron y asintieron.
–Las angustias de Cristo, como dije –repitió Kelly.
–Es más que comprensible entonces que no hubiera podido terminar el recorrido con ese marco pesado –dijo el anciano— y muy de elogiar que haya vuelto hasta aquí con ese peso horroroso.
Kelly se enderezó inmediatamente, en cuanto oyó describir su trance. Resplandecía.
–No fue nada. Y lo haría de nuevo, si no fuera por la ristra de huesos que corona mis asentaderas.
Con perdón de Su Señoría.
Pero Su Señoría había puesto ya una mirada amable aunque desenfocada y de un gris azulado trémulo en Blinky Watts, que tenía debajo de cada brazo, como un malabarista, las dos mujeres parecidas a duraznos, de Renoir.
–Ah, Dios, no fue el caso de que me hundiera en los pantanos o me descalabrara el espinazo –dijo Watts, moviendo los pies, mostrando cómo había ido a la casa—. Me llevó diez minutos justos volverme, meterme en mi casa y empezar a colgar los cuadros en la pared, cuando mi mujer apareció por detrás. ¿Alguna vez su mujer ha entrado por detrás de usted, Excelencia, y se ha quedado ahí en un silencio cavernoso?
–Me parece recordar una circunstancia similar –dijo el anciano, tratando de recordar, y asintiendo luego como si varios recuerdos le relampaguearan en la vacilante mente infantil.
–Bueno, Su Señoría, no hay silencio como el silencio de una mujer, ¿no le parece? Y no hay manera de quedarse ahí de pie como la de una mujer, una especie de monumento megalítico. La temperatura bajó en la habitación tan rápido que tuve una conmoción polar, como decimos en casa. No me atreví a volverme para enfrentar a la Bestia, o la hija de la Bestia, como la llamo por consideración a su mamá. Pero al fin le oí dar un fuerte respingo y soltar fría y tranquila como un general prusiano: "Esa mujer está desnuda como un gusano" y "Esa otra mujer está en cueros como una almeja en la marea baja." "–Pero –dije yo—, éstos son estudios del natural hechos por un famoso artista francés." "–Un francés del que Dios nos libre –exclamó—, un francés de los que muestran culos. Un francés de los que suben las faldas hasta el ombligo. Francés como esas sucias novelas francesas llenas de ruidos y sofocos, y ahora vienes y cuelgas algo de un francés en las paredes. ¿Por qué, ya que estás, no bajas el crucifijo y pones a una gorda?"
–Bueno, Excelencia, cerré los ojos y deseé que me tragara la tierra. "¿Esto es lo que quieres que nuestros hijos miren por las noches, antes de irse a dormir?", dijo ella. Sólo sé que a continuación me puse en camino y aquí vengo con los desnudos en cueros como gusanos, Excelencia, con perdón y muy agradecido.
–Parece que están desvestidas –dijo el anciano mirando los dos cuadros, uno en cada mano, como si quisiera encontrar en ellos todo lo que la mujer del hombre había dicho—. Siempre he pensado en el verano, mirándolas.
–Después de haber cumplido los setenta, Su Señoría, quizá. ¿Pero antes?
–Ah, sí, sí –dijo el anciano, comprobando que una mota de mal recordad lujuria se le metía en un ojo. Cuando el ojo quedó libre de la mota, descubrió a Banock y a Toolery en el borde más alejado del incómodo rebaño allí reunido. Detrás de ellos, empequeñeciéndolos, había un cuadro gigantesco. Bannock se había llevado el condenado cuadro a casa para descubrir que no podía meterlo por la puerta ni por ninguna ventana. Toolery había hecho entrar el cuadro por la puerta cuando su mujer le dijo que serían el hazmerreír de todo el mundo, la única familia del pueblo que tenía un Rubens de medio millón de libras y ni siquiera vaca para ordeñar. De modo que ésa era la suma, el total y la esencia de la larga noche. Cada hombre tenía una historia análoga que contar, desalentadora, espantosa y terrible, y las contaron todas, y cuando terminaron empezó a caer una nieve fría sobre esos bravos miembros del aguerrido Ejército Republicano Irlandés.
El anciano no dijo nada, porque realmente no había nada que decir que no fuera evidente mientras los alientos pálidos llenaban de fantasmas el aire. Entonces, en silencio, abrió de par en par la puerta de entrada y tuvo la decadencia de no indicarla ni señalarla con un ademán. Lenta y silenciosamente empezaron a desfilar, como delante de un maestro familiar en una vieja escuela, y después se apresuraron. Así crecido volvió el río, el Arca se vació antes, no después del Diluvio, y pasó una marea de animales y ángeles desnudos que llameaban y humeaban en las manos, y de nobles dioses que hacían cabriolas con alas y cascos, y los ojos del anciano se desplazaron suavemente y la boca nombró en silencio a casa uno, los Renoir, los Van Dyck, el Lautrec, y así hasta que Kelly, al pasar, sintió que le tocaban el brazo.
Sorprendido, Kelly miró. Y vio que el anciano contemplaba el cuadrito que tenía bajo el brazo.
– ¿El retrato que me hizo mi mujer?
–El mismo –dijo Kelly.
El anciano contempló a Kelly y el cuadro que tenía debajo del brazo y luego la noche nevada. Kelly sonrió apenas. Caminando levemente como un ladrón, se desvaneció en la soledad, llevándose el cuadro. Un momento después, se lo oyó reír mientras corría de vuelta, las manos vacías. El anciano estrechó la mano de Kelly, una vez, tembloroso, y cerró la puerta. Luego se volvió, como si el hecho ya se le hubiera perdido en la distraída mente infantil, y caminó titubeando por el vestíbulo, llevando la pañoleta como un delicado cansancio sobre los hombros delgados, y el grupo lo siguió hasta el lugar donde se encontraron con bebidas en las manazas, y vieron que Lord Kilgotten pestañeaba delante del cuadro que estaba sobre la chimenea como si tratara de recordad si era el Saqueo de Roma, allá en otros tiempos, o la Caída de Troya. Después bajó la mirada y miró de frente al ejército de alrededor y dijo:
–Y ahora, ¿por quién beberemos?
Los hombres arrastraron los pies. Entonces Flannery exclamó:
– ¡Por Su Señoría, no faltaba más!
– ¡Por Su Señoría! –exclamaron todos, vehementes, y bebieron y tosieron y se ahogaron y estornudaron y el anciano sintió que le brillaban los ojos de un modo especial, y no bebió mientras no reinó la calma, y entonces dijo:
–Por Irlanda –y bebió y todos dijeron: Ah, Dios y Amén, y el anciano miró el cuadro que estaba sobre la chimenea y entonces observó tímidamente—: No quisiera decirlo, pero…ese cuadro…
– ¿Señor?
–Me parece –dijo el anciano como pidiendo disculpas— que está un poco desviado, torcido. No podrían… – ¡Sí, podemos, muchachos! –exclamó Casey.
Y catorce hombres se apresuraron a enderezarlo.

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